Como ustedes saben, para Aristóteles el conocimiento no es un supuesto vacío, algo que pueda darse en abstracto, sino que nace de una premisa, el desarrollo de las facultades del hombre. Dicho de otro modo, para Aristóteles el hombre no está hecho, el hombre tiene que hacerse y no se hace en soledad sino en la polis. Para Aristóteles no vale con decir el hombre es así, la condición humana es así. Por el contrario, hay cosas buenas que deben ser buscadas, pongamos el valor o la magnanimidad, y es posible buscarlas, como es posible aprender a leer. También hay cosas que deben ser evitadas, pongamos la mezquindad, la cobardía.
En la Retórica, Aristóteles intenta que exista un control racional del lenguaje político y judicial. Pero él no entiende por razón lo mismo que entendemos nosotros. La razón no es, en Aristóteles, lo que se opone a los sentimientos, sino lo que los encauza. Quizá resulte más claro hablar de prudencia. Entre el poder y el hacer, que es el camino por donde transita todo conocimiento, ha de mediar siempre la prudencia, la consideración acerca de si lo que se está haciendo favorece al bien de la comunidad y no sólo al interés de uno. No me propongo hablar aquí de las indicaciones concretas que hace Aristóteles sobre cómo se debe argumentar en un juicio, o sobre qué elementos han de tenerse en cuenta al tomar la palabra en la asamblea.
Quiero en cambio referirme al significado que tiene el texto de Aristóteles en su totalidad. Así como, a mí entender, no existe un capitalismo salvaje, pues todo capitalismo lo es -la estructura del capitalismo lo determina, no hay ningún valor que pueda estar por encima de la tasa de ganancia-, sin embargo, sí cabe distinguir entre el habla salvaje, el habla de los deseos, y el habla instituida por Aristóteles para cada espacio de conocimiento, pongamos la poética, la dialéctica o la retórica.