El filósofo argentino Enrique Dussel ya enseñó que sólo hay un presupuesto ético universal: la vida del pobre. Él dice que este debe ser el parámetro para “surear” (orientar hacia el sur) cualquiera de nuestras acciones. El pobre, el caído, el oprimido, el masacrado, el excluido de la vida digna. Para Dussel, la víctima es real, y necesita del gesto ético. Eso vale tanto para quien vive en Florianópolis cuanto para los que viven en Malasia o Siberia. El pobre, dice Dussel, está perdido y sólo en el dolor. Necesita que las manos se extiendan y lo amparen, no como un gesto para aliviar la conciencia burguesa, sino como un compromiso real, verdadero.
El grito ético de Dussel parafrasea otro, del siglo XIX, cuando Marx y Engels proclamaron, en los albores del capitalismo: “trabajadores del mundo uníos”. Hoy, en el 2005, el grito que se hace necesario es: “pobres de todo el mundo uníos”. Y cualquiera que vea televisión sabe el motivo. La tragedia en Nueva Orleáns desveló al mundo cuánto los ricos y poderosos están incómodos con los pobres. Ningún discurso puede ser más contundente como la acción que fue practicada en aquella ciudad de mayoría negra. Amenazada por el huracán, el gobierno estadounidense lanzó el aviso de alerta para sus iguales: los blancos y ricos. “Sálvese quién pueda”, decían los mensajes oficiales. Quién tuvo coche y dinero para salir de la ciudad, se fue. Los pobres, los desvalidos, los desheredados, sin dinero y sin ticket de avión, tuvieron que quedarse. Y allí estuvieron abandonados a las aguas, a la enfermedad, a la muerte. Los que sobrevivieron, ahora son vistos como un “obstáculo problemático” en la vida feliz de Texas.