Hay un hombre en Florida que ha estado escribiéndome por años (10 páginas, manuscritas) pese a que todavía no lo conozco en persona. Me cuenta de los empleos que ha tenido como guardia de seguridad, reparador, etcétera. Ha trabajado en todos los turnos, noche y día, para mantener, apenas, a su familia. Sus cartas son textos que con enojo protestan contra nuestro sistema capitalista por su fracaso para garantizar “la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad” de la gente trabajadora.
Justo hoy, me llegó otra de sus cartas. Para mi alivio, no estaba manuscrita porque ahora utiliza el correo electrónico: “Bueno, hoy le escribo porque hay una deplorable situación en este país que no puedo aceptar y ante la cual debo decir algo. Tengo tanta rabia por esta crisis provocada por el sistema de hipotecas. La mayoría de los estadunidenses debe vivir su vida en deuda perpetua, muchos se están hundiendo bajo la carga, y eso me tiene echando chispas. Maldición, eso me tiene muy enojado, tanto que no puedo ni decir qué tanto. Hoy, como guardia, tuve que vigilar una casa embargada y donde todo en ella estaba sujeto a subasta pública. En el evento tuve que cuidar el sitio. Había otros tres guardias que habían hecho lo mismo en otras tres casas de esta misma comunidad. En los ratos calmados que tuve descanso pensaba en esas personas a las que habían lanzado de sus casas, y me preguntaba dónde estarían ahora”.
El mismo día que recibí esta carta, vi un reportaje en la primera plana del Boston Globe, con un encabezado que decía: “Miles en Massachusetts embargados en 2007”. El balazo del cabezal agregaba: “7 mil 563 hogares fueron confiscados, tres veces más que en 2006”.
Unas noches antes, el canal de televisión cbs, informó que 750 mil personas con discapacidades han esperado por años para recibir los beneficios de su seguro social debido a que el sistema tiene menos fondos de los necesarios y no hay personal suficiente para manejar todas las solicitudes, incluidas las que son desesperadas.
Historias como éstas pueden aparecer en los medios, pero pasan en un instante. Lo que no se va, lo que ocupa día a día a la prensa, y es imposible de ignorar, es la locura electoral.
Eso secuestra al país cada cuatro años porque a todos nos educaron en la creencia de que votar es crucial en la determinación de nuestro destino. Que el acto más importante en que puede involucrarse un ciudadano es ir a las urnas y elegir a una de las dos mediocridades que ya fueron seleccionadas para nosotros. Es un examen de opción múltiple tan estrecho, tan específico, que ningún profesor que se respete se lo pondría así a sus alumnos.
Y lo triste es que la competencia presidencial hipnotiza a los liberales y a los radicales por igual. Todos somos vulnerables.
¿Será posible reunirnos en esos días con nuestros amigos y evitar el tema de las elecciones presidenciales?
Las mismas personas que deberían saber más, ésas que han criticado el yugo que tienen los medios sobre el pensamiento nacional, se hallan atónitas por la prensa, pegadas al aparato de televisión, conforme los candidatos se enderezan, se limpian el pico y sonríen para después recetarnos un regaderazo de lugares comunes con una solemnidad propia de la poesía épica.
Debemos admitir que aun en los periódicos de la llamada izquierda se le otorga un monto exorbitante de atención al escrutinio de los candidatos principales, minuto a minuto. A los candidatos menores se les arroja un hueso ocasional, aunque todos sepamos que nuestro maravilloso y democrático sistema político no les permitirá la entrada.
No, no estoy asumiendo una posición de ultraizquierda para la cual las elecciones son totalmente insignificantes, ni es que rehuse a votar con tal de preservar mi pureza moral. Sí, hay candidatos que son mejores que otros, y en ciertos momentos de crisis nacional (los años 30, por ejemplo, los tiempos actuales), una ligera diferencia entre dos partidos puede ser cuestión de vida o muerte.
Hablo de un sentido de la proporción que se pierde en esta locura electoral. ¿Apoyaría a un candidato contra el otro? Sí, durante los dos minutos que toma ejercer el voto en la casilla electoral.
Pero antes y después de esos dos minutos, nuestro tiempo, nuestra energía, deben ocuparse en educar, agitar, organizar a nuestros conciudadanos en los lugares de trabajo, en el vecindario, en las escuelas. Nuestro objetivo debería ser la construcción, esforzada, paciente pero enérgica, de un movimiento que, cuando alcance una masa crítica, debe sacudir a cualquiera que se halle en la Casa Blanca, en el Congreso, para que cambien la política nacional relacionada con la guerra o la justicia social.
No nos olvidemos de que aun cuando haya un candidato “mejor” (sí, era mejor Roosevelt que Hoover, cualquiera es mejor que George Bush), la diferencia no significará nada a menos que se reafirme el poder de la gente de modo que el ocupante de la Casa Blanca sepa que es peligroso no hacerle caso a este poder.
Las políticas sin precedentes del Nuevo Trato en materia de seguridad social –el seguro de desempleo, la creación de empleos, el salario mínimo, la provisión de vivienda–, no fueron sólo el resultado de una actitud progresista por parte de Franklin D. Roosevelt. Al asumir el cargo, el gobierno de Roosevelt se encontró con una nación en estado de turbulencia. El último año del gobierno de Hoover la nación experimentó la rebelión de los soldados desocupados (a quienes se ofrecieron bonos a manera de compensación, un movimiento conocido como Bonus Army Rebellion), miles de veteranos de la primera guerra mundial que marcharon a Washington a exigir ayuda del Congreso puesto que sus familias sufrían hambre. Hubo movilizaciones de los desempleados en Detroit, Chicago, Boston, Nueva York y Seattle.
En 1934, al inicio de la presidencia de Roosevelt, las huelgas estallaron por todo el país, incluida una huelga general en Mineápolis, una huelga general en San Francisco, y cientos de miles que se fueron a huelga en las fábricas textiles del sur. Se formaron consejos de desempleo por todo el país. La gente desesperada comenzó a tomar acciones por su cuenta, emplazó a la policía a que volviera a meter los muebles de los inquilinos desalojados y creó muchas organizaciones autogestionarias con cientos de miles de miembros.
Sin esa indigencia nacional y sin esa rebelión, ambas producto de la crisis económica, no es probable que el gobierno de Roosevelt hubiera instituido las audaces reformas que instauró.
Hoy, podemos estar seguros de que a menos de que enfrente una movilización popular, el Partido Demócrata no se meneará del centro. Los dos principales candidatos presidenciales han dejado claro que si son elegidos, no le pondrán inmediato fin a la guerra de Irak, ni instituirán un sistema de atención a la salud gratuito para todos.
Tampoco ofrecen un cambio radical en el estatus quo. No proponen lo que grita la desesperación de la gente: un gobierno que garantice empleos para todo el que lo necesite, un ingreso mínimo para cada familia, un seguro de vivienda para todos aquellos que enfrenten el desalojo o el embargo.
No sugieren profundos recortes en el presupuesto militar o cambios radicales en el sistema fiscal que liberen miles de millones, o incluso billones de dólares para programas sociales que transformen la forma en que vivimos.
Nada de eso debe sorprendernos. El Partido Demócrata sólo ha roto con su conservadurismo histórico, con su solapamiento de los ricos, con su predilección por la guerra, cuando se ha topado con una rebelión desde abajo, como ocurrió en los años 30 y los años 60. No debemos esperar que una victoria en las urnas el próximo noviembre comience a despegar la nación de sus dos enfermedades fundamentales: la codicia capitalista y el militarismo.
Entonces debemos liberarnos nosotros mismos de esta locura electoral que se traga a la sociedad entera, incluida la izquierda.
Sí, dos minutos. Antes de eso y después de eso, debemos emprender acciones directas para remontar los obstáculos contra la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad.
Por ejemplo, los embargos por hipotecas que están desalojando a millones de sus casas deben recordarnos la situación semejante que ocurrió tras la guerra revolucionaria o de independencia en Estados Unidos, cuando los pequeños agricultores, la mayor parte de ellos veteranos de guerra (como muchos los actuales desamparados sin vivienda de hoy), no pudieron pagar sus impuestos y fueron amenazados con perder su tierra y sus hogares. Se juntaron por miles en torno a los juzgados y se negaron a permitir que se llevaran a cabo las subastas.
Los desalojos de hoy, de gente que no puede pagar su renta, debe recordarnos que en los años 30 la gente se organizó y volvió a meter las pertenencias de los desalojados en sus apartamientos, desafiando a las autoridades.
Históricamente, el gobierno, esté en manos de los republicanos o los demócratas, ha incumplido sus responsabilidades a menos que sea forzado por la acción directa: plantones o caravanas libertarias en favor de los derechos de los negros, huelgas y boicots por los derechos de los obreros, motines y deserciones de los soldados con el fin de detener la guerra. Votar es fácil y marginalmente útil, pero es un sustituto pobre de la democracia, que requiere la acción directa de los ciudadanos comprometidos.
Traducción: Ramón Vera Herrera
* Howard Zinn es autor de A People’s History of the United States, Voices of a People’s History (con Anthony Arnove) y, más recientemente, A Power Governments Cannot Suppress