Por Eduardo Galeano
Falta muy poquito para que el pueblo uruguayo elija nuevo gobierno.
Al mismo tiempo, en las mismas urnas, se somete a plebiscito la posibilidad de liberarnos de dos palos metidos en la rueda de la democracia. Uno de esos palos es el que impide el voto por correo de los uruguayos que viven en el extranjero. La ley electoral, ciega de ceguera burocrática, confunde la identidad con el domicilio. Dime dónde vives y te diré quién eres. Los uruguayos de la patria peregrina, en su mayoría jóvenes, no tienen derecho de voto si no pueden pagarse el pasaje. Nuestro país, país de viejos, no sólo ha castigado a los jóvenes, durante años negándoles trabajo y obligándolos al exilio, sino que además les sigue negando el ejercicio del más elemental de los derechos democráticos. Nadie se va porque quiere. Los que se han ido, ¿son traidores? ¿Es traidor uno de cada cinco uruguayos? ¿Traidor o traicionado?
Ojalá los uruguayos acabemos de una vez con esta discriminación que nos mutila.
Y ojalá acabemos también con otra discriminación todavía peor, la ley de impunidad, ley de caducidad de la pretensión punitiva del Estado, bautizada con ese nombre rocambolesco por los especialistas en el arte de no llamar a las cosas por su nombre.
La Corte Suprema de Justicia acaba de dictaminar que esa ley viola la Constitución. Desde mucho tiempo antes se sabía que también viola nuestra dignidad nacional y nuestra vocación democrática. Es una triste herencia de la dictadura militar, que nos ha condenado al pago de sus deudas y al olvido de sus crímenes.
Sin embargo, hace veinte años, esta ley infame fue confirmada por un plebiscito popular. Algunos de los impulsores de aquel plebiscito estamos reincidiendo ahora, y a mucha honra: perdimos, por muy poco pero perdimos, y no nos arrepentimos. Creemos que aquella derrota nuestra fue en gran medida dictada por el miedo, un bombardeo publicitario que identificaba a la justicia con la venganza y anunciaba el apocalipsis, larga sombra de la dictadura que no quería irse; y creemos que nuestro país ha demostrado, en estos primeros años de gobierno del Frente Amplio, que ya no es aquel país que el miedo paralizaba.
Eso creemos, digo, y ojalá no me equivoque.
Ojalá triunfe el sentido común. El sentido común nos dice que la impunidad estimula al delincuente. El golpe de Estado en Honduras no ha hecho más que confirmarlo. ¿Quién puede sorprenderse de que los militares hondureños hayan hecho lo que han venido haciendo desde hace muchos años, con el entrenamiento del Pentágono y el visto bueno de la Casa Blanca?
La lucha contra la impunidad, impunidad de los poderes y los “poderitos”, se está desarrollando en los cuatro puntos cardinales del mundo. Ojalá nosotros podamos contribuir a desenmascarar a los defensores de la impunidad, que hipócritamente ponen el grito en el cielo ante la inseguridad pública, aunque bien saben que los ladrones de gallinas y los navajeros de barrio son buenos alumnos de los banqueros y los generales recompensados por sus hazañas criminales.
Ojalá el próximo domingo confirme nuestra fe en una democracia sin coronitas, ni las coronitas del uniforme militar, ni las coronitas del dinero.
Ojalá podamos envolver esta ley en papel celofán, en un paquete bien atado, con moña y todo, para enviársela de regalo a Silvio Berlusconi. Este gran mago de la impunidad universal, que ha atravesado más de sesenta procesos y no conoce la cárcel ni siquiera de visita, nos agradecerá el obsequio y seguramente sabrá encontrarle alguna utilidad.
Ojalá.
Lo único seguro es que, pase lo que pase, la historia continuará, y continuará el incesante combate entre la libertad y el miedo.
Yo suelo invocar una palabra, una palabra mágica, una palabra abrepuertas, que es, quizá, la más universal de todas. Es la palabra abracadabra, que en hebreo antiguo significa: Envía tu fuego hasta el final. A modo de homenaje a todos los fuegos caminantes, que van abriendo puertas por los caminos del mundo, la repito ahora:
Caminantes de la justicia,
portadores del fuego sagrado,
¡abracadabra, compañeros!
* Versión del discurso pronunciado en el Obelisco de Montevideo, en el cierre de la campaña contra la ley de impunidad, la noche del martes 20.